miércoles, 27 de noviembre de 2013

Cuando la honrosa medianía no es suficiente

OPINIÓN

Las otras verdades 
Eduardo Cruz Silva 


Las cualidades de un político “profesional”, es decir, el individuo que vive para su profesión-vocación en la cosa pública, son la entrega apasionada a una “causa”, el sentido de la responsabilidad y la mesura. Estas son las tres virtudes que Max Weber atribuye al buen político.

  Más siempre atinada sabiduría popular al referirse a la clase política mexicana le ha endilgado la siguiente frase: “Hay que ser puerco, pero no tan trompudo”, y todo viene a cuento, porque el municipio  de Huajuapan padeció una administración en donde su edil Francisco Círigo Villagómez, de ser un modesto gerente radiofónico, su paso por la presidencia municipal transformó su estatus económico sin que nadie le conozca actividad comercial, empresarial, bursátil o de otra índole  que justifique su nueva condición de rico.

   La relación entre corrupción y política es mucho más profunda de lo que quisiéramos, y no hay que perder de vista que la corrupción no sólo es una acción más o menos consagrada como delictiva sino también un importante medio de influencia política con manifiestas ventajas respecto de la pura persuasión, por un lado, y la coerción, por el otro. Pero hay que decir que al nivel individual, la moralidad significa ser honrado, probo, de recto proceder, de integridad intachable, virtuosa, leal a los principios, a la ética, a la justicia.

  La moralidad es muy amplia y cubre todos los ámbitos de la vida humana, en lo económico, lo social y lo político. Todas las personas, aun la más humilde y sencilla, somos agentes morales en el sentido de que somos capaces de actuar moralmente en forma correcta o incorrecta en cualquier campo. Una persona puede hacer negocios oscuros perjudicando a la empresa privada para la cual trabaja y esta acción puede ser inmoral e ilegal, aunque no política.

   Otra persona pudiera ser edil, funcionario, gobernador, magistrado o lo que se le ocurra y hacer negocios deshonestos, resultando en una acción concurrentemente inmoral, ilegal y políticamente equivocada. Todos estos actos son inmorales independientemente del área; sin embargo, la palabra inmoralidad cabe mejor cuando se usa en la dimensión personal y social, y corrupción cuando sucede en el plano económico y político.

   Pero sin dudas hay que aceptar que la inmoralidad social y la corrupción política están íntimamente interconectadas, ambas son dos caras de una misma moneda, se alimentan entre sí. En un país donde la corrupción política se tolera abiertamente podemos estar seguros de que sus pobladores están faltos de moralidad. Al aceptar la corrupción política como un modo de vida, la gente también acepta la deplorable realidad de que la única forma de acceder a un modo de vida decente es haciendo trampas y truculencias de toda clase.

  Se adopta así un patrón de comportamiento de hacer riquezas en el corto plazo y de cualquier manera, aunque sea violando la ley. El ser humano mira exclusivamente a través del lente de sus intereses particulares, sin importar lo que le suceda a los demás, perdiéndose así la dote de la solidaridad y su capacidad de protesta frente a los abusadores del poder.

   El ciudadano común llega a despreciar el lenguaje político sensato que pide moralidad, y que también pide solidaridad hacia los problemas de otros y así, se tornan fácil presa de quienes controlan los instrumentos de poder. De esta manera, el individuo que acepta la corrupción acepta la ilegalidad y la injusticia. Estos son algunos efectos perniciosos que la clase política corrupta produce en la población, a la cual le hace creer que esa es la manera normal de funcionar en la sociedad.
  Así, esta sociedad está bien representada por su clase política, la cual se ha vuelto mayormente corrupta, deshonesta, notablemente mediocre, intolerante, confortativa, con pocas muestras de inteligencia política, con desprecio por los valores democráticos, con tendencias claras al fraude, a las truculencias y hasta la conspiración contra órganos del mismo Estado.


  El decirles a los políticos que “se vale ser cochinos pero no trompudos” es el resultado de un problema estructural, cultural, endémico, de nuestra sociedad, de nuestros tiempos, pero sobre todo de la gran corrupción política que desde las esferas de poder se ha “irradiado” a todo la sociedad. Por lo pronto, muchos presidentes municipales de Oaxaca concluirán su gestión, muy, pero muy trompudos.

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