OPINIÓN
Las otras verdades
Eduardo Cruz Silva
Las cualidades de un político “profesional”, es decir, el
individuo que vive para su profesión-vocación en la cosa pública, son la
entrega apasionada a una “causa”, el sentido de la responsabilidad y la mesura.
Estas son las tres virtudes que Max Weber atribuye al buen político.
Más siempre atinada
sabiduría popular al referirse a la clase política mexicana le ha endilgado la
siguiente frase: “Hay que ser puerco, pero no tan trompudo”, y todo viene a
cuento, porque el municipio de Huajuapan
padeció una administración en donde su edil Francisco Círigo Villagómez, de ser
un modesto gerente radiofónico, su paso por la presidencia municipal transformó
su estatus económico sin que nadie le conozca actividad comercial, empresarial,
bursátil o de otra índole que justifique
su nueva condición de rico.
La relación entre
corrupción y política es mucho más profunda de lo que quisiéramos, y no hay que
perder de vista que la corrupción no sólo es una acción más o menos consagrada
como delictiva sino también un importante medio de influencia política con
manifiestas ventajas respecto de la pura persuasión, por un lado, y la
coerción, por el otro. Pero hay que decir que al nivel individual, la moralidad
significa ser honrado, probo, de recto proceder, de integridad intachable,
virtuosa, leal a los principios, a la ética, a la justicia.
La moralidad es muy
amplia y cubre todos los ámbitos de la vida humana, en lo económico, lo social
y lo político. Todas las personas, aun la más humilde y sencilla, somos agentes
morales en el sentido de que somos capaces de actuar moralmente en forma
correcta o incorrecta en cualquier campo. Una persona puede hacer negocios
oscuros perjudicando a la empresa privada para la cual trabaja y esta acción
puede ser inmoral e ilegal, aunque no política.
Otra persona pudiera
ser edil, funcionario, gobernador, magistrado o lo que se le ocurra y hacer
negocios deshonestos, resultando en una acción concurrentemente inmoral, ilegal
y políticamente equivocada. Todos estos actos son inmorales independientemente
del área; sin embargo, la palabra inmoralidad cabe mejor cuando se usa en la
dimensión personal y social, y corrupción cuando sucede en el plano económico y
político.
Pero sin dudas hay
que aceptar que la inmoralidad social y la corrupción política están
íntimamente interconectadas, ambas son dos caras de una misma moneda, se
alimentan entre sí. En un país donde la corrupción política se tolera abiertamente
podemos estar seguros de que sus pobladores están faltos de moralidad. Al
aceptar la corrupción política como un modo de vida, la gente también acepta la
deplorable realidad de que la única forma de acceder a un modo de vida decente
es haciendo trampas y truculencias de toda clase.
Se adopta así un
patrón de comportamiento de hacer riquezas en el corto plazo y de cualquier
manera, aunque sea violando la ley. El ser humano mira exclusivamente a través
del lente de sus intereses particulares, sin importar lo que le suceda a los
demás, perdiéndose así la dote de la solidaridad y su capacidad de protesta
frente a los abusadores del poder.
El ciudadano común
llega a despreciar el lenguaje político sensato que pide moralidad, y que
también pide solidaridad hacia los problemas de otros y así, se tornan fácil
presa de quienes controlan los instrumentos de poder. De esta manera, el
individuo que acepta la corrupción acepta la ilegalidad y la injusticia. Estos
son algunos efectos perniciosos que la clase política corrupta produce en la
población, a la cual le hace creer que esa es la manera normal de funcionar en
la sociedad.
Así, esta sociedad
está bien representada por su clase política, la cual se ha vuelto mayormente
corrupta, deshonesta, notablemente mediocre, intolerante, confortativa, con
pocas muestras de inteligencia política, con desprecio por los valores
democráticos, con tendencias claras al fraude, a las truculencias y hasta la
conspiración contra órganos del mismo Estado.
El decirles a los
políticos que “se vale ser cochinos pero no trompudos” es el resultado de un
problema estructural, cultural, endémico, de nuestra sociedad, de nuestros
tiempos, pero sobre todo de la gran corrupción política que desde las esferas
de poder se ha “irradiado” a todo la sociedad. Por lo pronto, muchos
presidentes municipales de Oaxaca concluirán su gestión, muy, pero muy
trompudos.